Entonces los
baremos muertos se convirtieron en caballos salvajes y cabalgando bajaron en
frenesí por la senda que marcaban las cuerdas de aquella guitarra. No era un
camino del todo desconocido pero si poco frecuentado y por tanto liso y seguro,
pero ya se sabe que uno nunca puede fiarse del todo de la música. Las notas
llovían estridentes contra ellos pero las esquivaban como si de metralla se
tratasen, corrían de forma muy veloz mientras gemían pues no era poco el placer
que esto les causaba. A través de la tormenta iban avanzando poco a poco,
lentamente pero de forma segura; dos grandes discos solares les iluminaban en
mitad de la pesada oscuridad, su luz era a veces verde botella, a veces marrón
y otras no sabría describirte qué color tenían esas cristalinas pantallas, pero
os aseguro que rezumaban imaginación y magnetismo.
Lentamente, las
notas fueron volviéndose más discordantes, caían más despacio, eran más ligeras
pero más húmedas; se convertían en lágrimas.
Los caballos
relinchaban nerviosos, la senda se hacía más difícil y costosa, tropezaban con
los cadáveres que quedaban esparcidos a su paso, crecían flores violetas del
drama y algunas, tenían espinas, otras simplemente cantaban.
La carretera que
lleva al cielo y al infierno está siempre llena de pequeños pero grandes
delirios, hay que aprender a reconocerlos para no tropezarse con ellos.
Quieren llegar al
final, deslizarse por los ríos turbios casi helados aunque resbalen en los
charcos de sangre, quieren perder la cabeza, gritar de placer, olvidarse de lo
que son y de lo que habían sido, por un momento no ser nada, solo aire,
fundirse con su camino. Por un solo instante, tan solo deseaban poder desaparecer
del mundo físico. Volver a ser polvo de estrellas, pero polvo al fin y al cabo.
La ruta que lleva
al final de todo, acaba siempre llegándonos de una u otra manera. Atravesamos
por ella, somos caballos: volamos y soñamos, sentimos, gritamos; a veces
morimos bajo la metralla o ahogados por las lágrimas. Somos uno y no somos
ninguno, somos todos en un solo ser independiente de sí mismo, rebelde del
Destino y algo temeroso de la Muerte, en la fusión del caminante con el camino
es el único breve momento en el que podemos perderle el miedo al fin de los
días, la música y el viento que braman en los oídos, las hormonas danzantes, el alma sonriente,
las notas, a veces discordantes; todo eso nos ayuda a ser valientes y no
acobardarse de la oscuridad total.
Y si todo eso
falla, al final, siempre hay unos grandes discos luminosos, propios o ajenos,
recordándonos nuestra función en la vida: ninguna. He ahí el gran secreto. Y
aunque los caballos desde el principio supieron eso, que no tenía sentido
alguno, no dudaron en descender a los infiernos
porque podían, porque era lo que deseaban y porque el amor, al final, es más fuerte que la tristeza.
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