Fairy Oak

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domingo, 10 de junio de 2012

Caballos


Entonces los baremos muertos se convirtieron en caballos salvajes y cabalgando bajaron en frenesí por la senda que marcaban las cuerdas de aquella guitarra. No era un camino del todo desconocido pero si poco frecuentado y por tanto liso y seguro, pero ya se sabe que uno nunca puede fiarse del todo de la música. Las notas llovían estridentes contra ellos pero las esquivaban como si de metralla se tratasen, corrían de forma muy veloz mientras gemían pues no era poco el placer que esto les causaba. A través de la tormenta iban avanzando poco a poco, lentamente pero de forma segura; dos grandes discos solares les iluminaban en mitad de la pesada oscuridad, su luz era a veces verde botella, a veces marrón y otras no sabría describirte qué color tenían esas cristalinas pantallas, pero os aseguro que rezumaban imaginación y magnetismo.

Lentamente, las notas fueron volviéndose más discordantes, caían más despacio, eran más ligeras pero más húmedas; se convertían en lágrimas.

Los caballos relinchaban nerviosos, la senda se hacía más difícil y costosa, tropezaban con los cadáveres que quedaban esparcidos a su paso, crecían flores violetas del drama y algunas, tenían espinas, otras simplemente cantaban.

La carretera que lleva al cielo y al infierno está siempre llena de pequeños pero grandes delirios, hay que aprender a reconocerlos para no tropezarse con ellos.

Quieren llegar al final, deslizarse por los ríos turbios casi helados aunque resbalen en los charcos de sangre, quieren perder la cabeza, gritar de placer, olvidarse de lo que son y de lo que habían sido, por un momento no ser nada, solo aire, fundirse con su camino. Por un solo instante, tan solo deseaban poder desaparecer del mundo físico. Volver a ser polvo de estrellas, pero polvo al fin y al cabo.

La ruta que lleva al final de todo, acaba siempre llegándonos de una u otra manera. Atravesamos por ella, somos caballos: volamos y soñamos, sentimos, gritamos; a veces morimos bajo la metralla o ahogados por las lágrimas. Somos uno y no somos ninguno, somos todos en un solo ser independiente de sí mismo, rebelde del Destino y algo temeroso de la Muerte, en la fusión del caminante con el camino es el único breve momento en el que podemos perderle el miedo al fin de los días, la música y el viento que braman en los oídos,  las hormonas danzantes, el alma sonriente, las notas, a veces discordantes; todo eso nos ayuda a ser valientes y no acobardarse de la oscuridad total.

Y si todo eso falla, al final, siempre hay unos grandes discos luminosos, propios o ajenos, recordándonos nuestra función en la vida: ninguna. He ahí el gran secreto. Y aunque los caballos desde el principio supieron eso, que no tenía sentido alguno, no dudaron en descender a los infiernos  porque podían, porque era lo que deseaban y porque el amor, al final, es más fuerte que la tristeza.



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