Cada mañana llegaba a la playa, antes que ninguna otra persona.
Él era quien presenciaba como el mundo aparecía cada mañana a orillas del mar.
Tenía la vaga impresión de que si no lo hiciera, el sol no saldría por las
mañanas ¿para qué tal derroche de belleza en un amanecer si no hay nadie ahí
para verlo o apreciarlo? En su mente, inquieta aunque pausada, aquello tenía
sentido.
Cada
nuevo día, al preludio del alba, justo unos minutos antes de que todo el
proceso diera comienzo, él se hallaba de pie como un viejo poste para los
cables eléctricos, un faro sin luz, un árbol maltrecho, muerto; mirando el
horizonte, con calma, esperando. Esperando a los primeros rayos de luz que
serían promesa rota de la eterna madrugada.
Siempre
era lo mismo pero, para él, cada vez resultaba mejor que la anterior.
Primero
negritud, oscuridad, silencio solo interrumpido por el ir y venir de las olas
lamiendo la arena y sus pies desnudos. Un estado de tranquilidad innata
que podía durar imperturbable durante horas. Brisa salada y fría. A veces el
destello de un faro lejano.
Entonces
comenzaba el caos.
A
veces las gaviotas eran quienes daban el pistoletazo de salida. Sus maullidos
llegaban distorsionados y chocaban contra las rocas. El cielo comenzaba a
clarear, la temperatura bajaba : momento de refugiarse en su gastado chubasquero
gris.
Después,
las olas sonaban más fuerte. Parece increíble pero, sí, el mar sabía con
certeza cuando los rayos de luz comenzaban a despuntar allí por donde la vista
apenas alcanza. Y sí, el agua se rebelaba, las olas sonaban más amenazadoras,
despertaban de su letargo nocturno y rugían, furiosas. Supongo que el mar se
oponía a que el astro solar quitara el protagonismo a su eterna amante, la
luna.
Pero
el viejo y astuto Helios siempre ganaba a Selene, pues así es como ha de ser
cada mañana y así es como seguirá siendo jornada tras jornada.
Entonces
mira hacia arriba, hacia lo lejos y el negro empieza a fundirse, y lentamente
deja paso a los colores que, impacientes, asoman más bellos que nunca, ansiosos
de impresionar a su público; ingenuos, sin embargo, sin sospechar que ellos aún están
durmiendo sin saber que desperdician las mejores vistas de sus vidas.
Entonces
espirales de color, difuminándose, van mezclándose y dejándose paso...
Añil, rosa, morado, naranja, marrón, violeta, rojo, dorado y ... finalmente, por fin, azul... azul celeste, azul precioso, azul despejado, infinito,
impertérrito, silencioso... Maravilloso.
Las
aguas nerviosas se tranquilizan al notar el azul cálido en la bóveda que las
cubre, vuelven a dormir placentera y pacíficamente, lamiendo tus pies desnudos,
haciéndote cosquillas.
El
caos se va tan rápido como ha venido, regresa la calma a la costa y el viejo
respira aliviado, como cada mañana.
Las
primeras siluetas de barcas a lo lejos se divisan. Se apagan los últimos faros,
se despiertan los más madrugadores y comienzan a trajinar, desde la playa se
les oye. Los pescadores han empezado a faenar, las gaviotas se preparan para su
próximo festín.
Aqui
acaba hoy mi trabajo, piensa el viejo, al menos hasta mañana. Y paseando, sin
prisas, baja el camino de la playa y se dirige con pesadumbre a su vieja
morada; se marcha.
Pasa
desapercibido por todos con quienes se cruza de vuelta. Ingratos, se dice amargamente, no tienen ni idea de cuánto les
han dado y sin pedirles nada a cambio.
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