THE GRAVEYARD (El cementerio)
Cerré la puerta del aula haciendo el máximo ruido posible. Nadie me hizo caso, como era mi intención. Ni una sola vista se alzó, ni el profesor se dio la vuelta desde lo alto de la tarima. Siguió escribiendo interminables fórmulas en la pizarra, como si nada.
De mal humor me encaminé a la última fila de pupitres que estaba totalmente vacía.
Me senté en el asiento más alejado del profesor de toda la clase (si no me iba a prestar atención, desde luego que yo a él tampoco), dejé mi mochila en el suelo y saqué un cuaderno al azar. Ni siquiera sabía en qué asignatura me encontraba. Prefería centrarme en mis propios asuntos, que no eran pocos.
Llevaba semanas sin poder apenas dormir. ¿Por qué? No hubiera podido decirlo. Morfeo, ese dios escurridizo del sueño, se escapaba de mi control más de lo acostumbrado. Mis ojeras, el doble de acusadas debido a la palidez de mi piel, me hacían parecer más un cadáver que un universitario medio aplicado en sus estudios.
Las voces de mis compañeros llegaban distorsionadas a mi cerebro. Sin saber muy bien qué hacer, abrí mi cuaderno en una página nueva y empecé a garabatear sin ton ni son. Dibujaba sin pensar. Al cabo de un rato, después de deslizar el lápiz por el papel sin vacilar ni detenerme ni una sola vez, me atreví a mirar el resultado. Normalmente mis creaciones eran reconocibles. Carrocería, motores, que dibujaba de memoria. A veces personas, otras, paisajes. En esta ocasión no me reconocía a mí mismo en el dibujo. Parecía una escultura, con forma de mujer, tal vez, al lado de unos montículos o algo similar, era demasiado inconsistente como para asegurarlo.
Pensé en escribir un relato relacionado con mi propio dibujo. Pensé en prestar atención al profesor. No hice ninguna de las dos. Con parsimonia y un deje de chulería, guardé mi cuaderno, cogí mi mochila y abandoné el aula, de nuevo haciendo mucho ruido al cerrar la puerta detrás de mí. Pero nadie se enteró. Mientras bajaba las escaleras, oí en el fondo de mi cabeza la acostumbrada voz que me reprendía por mis actos: “¿Se puede saber que haces?” decía “No vas precisamente bien en tu carrera como para pirarte una clase de física sin más”pero no le hice mucho caso. Así que era una clase de física. Interesante. Era bueno saber que al menos una parte de mí se enteraba de las cosas.
Al salir del viejo edificio una ráfaga de viento helado me golpeó la cara pero no me molestó, casi al contrario. Apenas había empezado a andar cuando me hundí un par de centímetros en el barro. Había estado lloviendo y el aparcamiento parecía ahora un pantano. Genial. “¿A quién se le ocurrió la maravillosa idea de construir la facultad al lado de un viejo cementerio?” me pregunté en voz alta. Me acordé de mi extraño dibujo. La escultura que parecía una mujer… ¿era una de esas estatuas que cuidan de las tumbas?
Al fin encontré mi coche que aguardaba mi llegada para volver a casa. Ya iba a abrir la puerta del conductor cuando vi, a duras penas debido a la oscuridad, que alguien había escrito algo en el vaho del cristal de la luna delantera. Lo alumbré con la luz de mi móvil y leí el mensaje, que ya se desvanecía
“¡CUIDADO!”
¿Quién habría sido el gracioso? La luz del teléfono se apagó, por falta de batería. La oscuridad en el parking volvía a ser casi total pues no había más que dos farolas, ambas estropeadas. De pronto vi, a pocos metros de mí, una figura que me observaba.
“Debe ser alguien de clase” me acerqué para decirle cuatro cosas por atreverse a hacer el idiota con mi coche. No estaba de humor para tonterías. Ni aún a dos pasos de la figura logré reconocerla pues mis ojos se resistían a acostumbrarse a la penumbra sin embargo, adiviné que era una chica. Distinguí su cabello largo y su mirada que se había clavado en mis ojos. Los suyos eran color miel, casi anaranjados. Desprendían misterio y frío, a pesar de ser de un tono cálido. Estaba seguro de no conocerla, ni recordaba haberla visto por la facultad… ¿o sí?
“¿Te conozco?” ella se acercó a mí lentamente sin despegar sus pupilas de las mías.
“¿Me conoces?” alargó su brazo derecho, que por cierto estaba desnudo a pesar de que había 5 grados, y toco suavemente mi hombro. Acercó su cabeza para hablarme al oído. Mi respiración empezaba a acelerarse. “Llevas semanas soñando conmigo. Por mi culpa llevas mucho tiempo sin dormir. ¿Y aún me preguntas si me conoces?”
En mi mente sonaba de forma frenética la voz de la conciencia pero no la quería escuchar. Ella ahora me abrazaba y aunque no podía pensar con claridad me di cuenta de que su cuerpo estaba desnudo de cintura para arriba. Ya no notaba el frío en absoluto.
“Tienes que llevarme contigo” me susurraba “vámonos lejos, muy lejos de aquí” no podía más que abrazarla y notaba su piel que desprendía calor, la notaba demasiado bien. Iba a perder el control. La voz en mi mente aún sonaba muy de lejos la voz. Haciendo un esfuerzo sobrehumano escuché lo que decía:
“¡CUIDADOCUIDADOCUIDADOCUIDADO..”
La criatura que me estrechaba estaba temblando pero yo había sido advertido del peligro, no me engañaba.
“Ven, te llevaré conmigo” nos encaminamos a mi coche y cuando abrí la puerta delantera, le di a ella un fuerte empujón, cerré y arranqué más deprisa de lo que jamás hubiera podido. Gracias a Dios no me fallaron ni los nervios ni el motor” Mientras me alejaba, pude ver en el retrovisor una columna de humo desvaneciéndose en el aparcamiento.
Ya en casa, recuperado casi de la extraña aventura (¿o tal vez solo una imaginación producida por la falta de sueño?) miré de nuevo el dibujo que había hecho en clase y que había cambiado. La figura dibujada tenía ahora unos rasgos que me eran demasiado familiares: Cabello largo, ojos anaranjados, a su alrededor varias tumbas desgastadas por el paso de los años.
Cuando me fui a desvestir, para irme a la cama, encontré que mi pecho estaba marcado por graves quemaduras, una en cada lugar donde la extraña criatura había rozado mi piel.
Al día siguiente busqué en internet "mujeres de los cementerios". Encontré una leyenda que hablabla de espectros y demonios que se hacían pasar por estatuas que velaban a los muertos. Una vez que se ocultaban de esta manera, quedaban encadenadas a los cementerios que habitaban hasta que conseguían hacerse con un alma mortal y la arrastraban al interior de la tierra después absorber su aliento hasta asesinar al desafortunado.
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