Casi había olvidado lo difícil que resultaba escribir cuando tenía fiebre. Sentado frente a su pulcramente ordenado escritorio- lo único ordenado de todo el apartamento- intentaba concentrarse en el folio que asomaba de su máquina de escribir, pero las sombras bailarinas que proyectaban las llamas de su chimenea le distraían continuamente de su tarea.
Intentaba con todas sus fuerzas concentrarse, pero su cerebro era como un enjambre de grillos, saltando sobre un colchón de paja. Miró por la ventana: no tenía reloj, pero la oscuridad y la ausencia de gente en la calle indicaban que debía ser algo más tarde de las tres. Con un suspiro revisó lo que llevaba de página:
SORTILEGIO FALLIDO. En lo más profundo del bosque, las hadas estaban comenzando la preparación de su sortilegio definitivo, sin saber que una criatura maligna espiaba entre las sombras, planeando un golpe sorpresa que las destruiría. La más joven de ellas
Eso era todo. En dos horas no había conseguido avanzar más. Francamente, se dijo a sí mismo, era penoso. Pero nadie le escuchó más allá de los grillos. Arrancó con enfado la hoja de la máquina, la arrugó violentamente y la arrojó al fuego. Era la tercera de aquella noche que corría esa misma suerte. con resignación, decidió que era la última. Se levantó frustrado de la silla para acostarse en su cama. Sería por el cansancio pero, por una vez, el viejo colchón le pareció menos incómodo de lo habitual.
Tumbado sin ni siquiera haberse despojado de sus ropas, con el cerebro algo más despejado, su mente comenzó a divagar en esos pensamientos que nos invaden en el momento antes de quedarnos dormidos. Sus ojos se posaron distraidamente en el viejo cuervo disecado que decoraba una de las paredes, que un par de años atrás estaba vivo y coleando, era su única compañía (viva) y el motivo de que sus amigos le pusieran motes como Cuervo Negro o Pajarraco. Eran otros tiempos entonces, cuando tenía amigos que venían a visitarle, cuando publicaban sus novelas periódicamente, cuando... no estaba enfermo. Le vino un pensamiento extraño, que le hizo preguntarse si el cadáver alado no sería el verdadero motivo de que ya no recibiera visitas.
No había forma de conciliar el sueño. En la chimenea ya no quedaban ni brasas, de la calle empezaban a llegar los primeros sonidos de la madrugada, pero de Morfeo, ni rastro. Cuervo se levantó y buscó a tientas en una estantería. Volvió a la cama con una botella de barro y una copa. El olor del menjunje que había dentro no inspiraba en absoluto confianza, pero él sabía perfectamente que el remedio era efectivo. No era la primera vez que lo tomaba. Se trataba de una especie de poción hecha con hierbas malolientes, que le había preparado la vieja del piso de abajo. La buena señora no estaba en sus cabales, y cinco siglos atrás la hubieran quemado en la hoguera por bruja, pero sus asquerosos brebajes funcionaban, y ella era una de las pocas personas que aún le trataban con respeto.
Dio un buen sorbo, sintió arcadas y tuvo que hacer fuertes esfuerzos para no escupir. Necesitaba dormir. Nadie lo sabía (tal vez la vieja) pero sus ideas, sus novelas, salían únicamente de sus sueños. Jamás, ni siquiera antes de la enfermedad, se le había ocurrido nada estando despierto. Dormir, para él, era trabajar; y desde que dormir resultaba tan complicado, la poción era una de sus herramientas de trabajo tan importante como la máquina de escribir.
Por fin, su cerebro y respiración comenzaron a relajarse y pronto cayó dormido. Las hadas no tardaron en hacer su aparición en el teatro de su subconsciente... necesitaba saber si la joven Trix lograba ahuyentar a la bestia, para poder seguir escribiendo la historia.
PUM, PUM, PUM
Despertó sobresaltado. Miró por la ventana, estaba amaneciendo ¿Quién, maldita sea, quién llamaba a semejantes horas? Demorándose lo máximo posible, se incorporó y acercó a la puerta para abrirla. Se encontró con un hombre muy trajeado, acompañado por una joven de tez muy oscura y vestido muy pobre. El hombre tenía un aire de orgullo y mal talante, a Cuervo le resultaba familiar su rostro. Sin esperar ni saludo ni invitación a entrar, comenzó a hablar.
-Vengo de la editorial, por el último capítulo de tu novela. Lleva casi un mes de retraso y el director no está nada contento. También le traigo estas facturas que un muchacho en la puerta me pidió le subiera, al parecer no se atreve a subir.
-Ya. Pues el capítulo no está y dudo que esté hasta... pasado mañana.- En realidad tardaría al menos tres días, pero no quiso decirlo. La necesidad le había llevado a trabajar con esa panda de malnacidos que pretendían llamarse editores, que ni siquiera tenían la decencia de poner el nombre del autor en la ilustre revista que publicaban cada tres meses. Pero pagaban decentemente y él no tenía otra opción.
-No hay problema, no hay problema... Vendré a recogerlo en dos días. Pero ha de saber que le descontaremos un tercio de su sueldo, por las molestias, ¿sabe usted? Somos una empresa seria. Y la revista no puede salir adelante sin sus historias sobre hadas, nuestros lectores las reclaman.
-¿Quién es ella?- Le interrumpió Cuervo, señalando con la cabeza a la muchacha de piel morena. Esta pareció sobresaltarse al darse cuenta de su atención.
-¿Ella? ¿Cómo que ella? ¡Ah, te refieres a Kara! Es mi criada. Solo viene porque es nueva y aún no me fío de ella como para dejarla sola en casa. Ahora, si no le importa, desearía usar su lavabo y después nos marcharemos.
Cuervo le indicó la puerta de la derecha con indiferencia. Cuando se quedó a solas con Kara se dio cuenta de que llevaba tres semanas sin afeitarse y una sin asearse. Sintió vergüenza. Ella le estaba mirando fijamente. Llevaba el pelo negro recogido en numerosas trenzas finas y sus ojos eran de un tono castaño precioso, aunque bajo ellos se notaran las ojeras (probablemente menos marcadas que las del propio Cuervo)
-¿Eres tú quién escribe las historias de las hadas?- Su voz cantarina le sorprendió mucho menos que la repentina pregunta. Asintió con la cabeza.
-Sí, son mis historias. Me llamo Cuervo, aunque ellos nunca lo escriban en las revistas.- Kara le miró a los ojos con mucha intensidad.
-Él es una persona horrible. Me ha hecho esclava en su casa y quiere hacerme cosas horribles. No le des tus historias, Cuervo. Son demasiado bonitas para que las robe la gente horrible.- No supo contestar, aunque sí supo que su voz era preciosa.- Marchémonos de aquí. Huyamos juntos. Podemos ir lejos y podrás contarme tus bonitas historias, a salvo de la gente horrible.
Tras la puerta del lavabo se oyó el agua correr. Cuervo asintió apresurado, sin saber muy bien por qué. Kara separó de él los ojos y adoptó una mirada de perdida indiferencia. El hombre de la editorial salió del baño y ofreció el brazo a la muchacha, que se aferró sumisa.
-Muy bien, joven, nos vamos ya y disculpe si le hemos distraido de su trabajo. El viernes a la misma hora volveré a por ese capítulo, no lo olvide. Buenos días y que tenga usted una buena mañana.
Mientras se colocaba el sombrero para marcharse, Kara le miró y formó con los labios una frase solo para él:
Te escribiré.
La puerta se cerró con un golpe. Cuervo volvió a tumbarse en la cama. Pensó que aquella noche necesitaría media botella para conciliar el sueño.
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