Fairy Oak

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miércoles, 5 de noviembre de 2014

Los lobos



La luna ascendía lentamente por el cielo cuando Sahana logró alcanzar lo más alto del peñón de las traiciones. Aquel era el punto más alejado del poblado y también el lugar desde donde mejor podían observarse las viejas ruinas donde hasta ahora había habitado.

El viento hacía rugir a los árboles, en una especie de aterrador y lejano cántico. Sahana se sentó allí y permaneció acurrucada sobre la hierba, en la punta del peñón, durante un largo rato. Sus ojos apuntaban en dirección al valle y a las piedras que había debajo, pero su mirada estaba perdida, probablemente en los recuerdos.

Algo, tal vez el miedo, la tenía paralizada. Su largo cabello y sus ropas sueltas, se mecían con el viento, su cuerpo, en cambio, permanecía inmóvil como si de una estatua muy real se tratara.

De pronto, un sonido surgió de entre los árboles más lejanos, tapando por un momento la canción del viento. Eran aullidos de lobos. Sahana se sobresaltó y se giró para escudriñar el bosque. No vio nada más que vegetación, rocas y un pequeño zorro desorientado. Ninguna fiera negra. Sin embargo, continuaba escuchando los aullidos, que parecían proceder de algún lugar no muy lejano al que ella se encontraba.

La joven respiró hondo dos veces para intentar tranquilizarse. "El lobo es el animal totémico de la abuela, ellos no pueden hacerte daño", se dijo a sí misma. 

Su abuela. La madre de su madre, La sabia entre las sabias. La más vieja de las hechiceras. La reina bruja, como la llamaban. Ahora estaba muerta. Sahana se estremeció cuando sonó un aullido especialmente cercano y amenazador. No podía evitar sentir el miedo recorriendo su columna vertebral.

"He de alejarme, marcharme ya de aquí", pensó. La luna y las estrellas alumbraban el peñón lo suficiente como para que cualquiera, desde abajo, pudiera reconocerla y ella aún no era capaz de camuflarse con sus propios poderes. Debía correr, esconderse, para conservar su honor y, tal vez, su propia vida. No podía permitirse el ser descubierta. Los aullidos de los lobos no se oían ya apenas. Era el momento de escapar de allí. 

Haciendo lo posible por no pensar en las consecuencias de sus actos, Sahana se incorporó  y se quitó el pesado manto negro que cubría sus hombros y espalda. Lo sostuvo unos segundos al borde del precipicio, observándolo con los ojos muy abiertos. De pronto, hubo un destello, y  de la nada brotó una pequeña llama de fuego que comenzó a devorar lentamente la tela. Después, arrojó el manto ardiendo al vacío, que de inmediato despareció en el aire sin dejar rastro.

 Sin vacilar, ni mirar una vez más hacia el valle, la joven bruja se giró sobre sus talones y rápida y silenciosamente, se internó en el oscuro bosque.

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