Fairy Oak

Fairy Oak

lunes, 18 de noviembre de 2013

En el silencio

A las afueras del pueblo era más fácil darse cuenta de que la primavera había llegado. Las ruinas de la antigua muralla se habían cubierto de verdes enredaderas. En el cementerio, los pájaros revoloteaban por los pequeños árboles buscando algún lugar donde construir sus nuevos nidos. El sol pegaba muy fuerte por la tarde y los días se iban alargando perezosamente, como un oso que se estira después de haber dormido durante varios meses.

En el pueblo, sin embargo, aún era invierno. El frío se paseaba a sus anchas por las calles y te atacaba sin compasión si te encontraba, era un frío penetrante, de esos que te devoran la carne. Tal vez por eso la gente estaba tan desolada, y por eso sus lágrimas no acababan nunca de secarse; no encontraban calor, por ninguna parte.

Es el tiempo de la guerra, pensé, mientras avanzaba por un camino que pasaba entre el río y el parque, tan vacío de niños y de risas que noté una punzada de aflicción en el pecho, inundado por buenos y malos recuerdos. Pasarán años antes de que nadie vuelva a jugar por aquí, si es que este lugar sobrevive.


Mis pies caminaban sin yo saber muy bien a dónde, vagando arriba y abajo como llevaban haciendo las últimas dos semanas. Lo  hacía de forma calmada, sin prisas, pero con un pequeño deje de histeria controlada. En el fondo creo que quería huir, escapar muy lejos de allí para no volver nunca aunque al final siempre regresábamos a casa, a regañadientes. Una huida muy tranquila.

Bajé los ojos a la tierra, que parecía más seca y polvorienta que nunca. Me concentré en escuchar algo que no fuera el sonido de mis propias pisadas pero no había nada. El silencio lo había cubierto todo, como un pesado manto que hubiese caído sobre nosotros. Ni en el pueblo ni en las afueras se oía nada desde hacía mucho tiempo. Los pájaros no cantaban, los perros y gatos no se peleaban, el río bajaba callado (pues estaba casi seco). Incluso la gente lloraba en silencio.

Seguí andando erráticamente. Al cabo de un largo rato, levanté la vista para ver hacia dónde me dirigía. Descubrí a pocos metros de mí la cancela del cementerio que estaba entreabierta, como invitándome a pasar. Junto a ella un anciano caminaba aún más despacio que yo, alejándose muy lentamente del camposanto como si le costara abandonar el lugar, como a regañadientes. Su rostro quedaba cubierto por una visera un poco demasiado grande y vieja como él, la cual le protegía del sol y de las miradas compasivas de los vecinos. Tardé unos segundos en reconocerle. Era el padre de mi prometida.

Al fin, cuando solo medio metro nos separaba al uno del otro, nuestras miradas se cruzaron. Su expresión era incluso más inexpresiva de lo habitual pero me pareció notar un brillo de reconocimiento en sus ojos. Eso fue lo único. Yo incliné la cabeza en su dirección a modo de saludo pero no podría asegurar que él se hubiera dado cuenta del gesto. Cada día que pasaba, por lo que podía yo notar, se encerraba más y más en sí mismo.

Entré en el cementerio. Las mariposas bailaban sobre las lápidas, cubiertas de flores frescas que daban un toque de color sobre el gris plomizo y blanco de las tumbas. Los rayos del sol hacían relucir las letras de bronce que alguien había frotado hasta sacar brillo. El ambiente era algo distinto aquí. Tal vez fuera por las voces humanas que llegaban hasta mis oídos en forma de susurros. Paradójicamente, el hogar de los muertos era el lugar más vivo por aquellos tiempos.


Las familias ahora vivían alrededor de sus tumbas. No hablaban entre ellos pero sí con sus seres queridos, con aquellos que ya no podían escucharlos. Si pudieran, pensé con amargura, decididamente no descansarían en paz. Bienaventurados los que ahora están bajo tierra.

Al fin dejé de caminar, de dar vueltas por el pacífico laberinto. De pronto estaba agotado, cansado como nunca antes lo había estado. Me sentía como si hubiera envejecido veinte o treinta años de golpe. Tal vez era así, de alguna manera. Me senté sobre un trozo de lápida rota y mis rodillas lo agradecieron. Levanté la vista, el sitio me resultaba familiar. Miré la tumba que había enfrente de mí y la reconocí sin necesidad de leer el nombre sobre la piedra blanca: era la de mi hermano.

Los murmullos se habían apagado. Las mariposas no revoloteaban. La lápida de mi hermano era de las pocas que no tenía flores. Pensé en robar alguna para tapar su fría desnudez pero no lo hice. Pasó un buen rato en el que permanecí en silencio. Sin embargo, mi mente no lo lograba.

-Eres un cabrón con suerte- le dije, finalmente. Al fin y al cabo no me parecía justo. Los dos habíamos crecido juntos, compartido tantos juegos, risas y secretos. Los dos inseparables, los dos invencibles. Pero ahora él me había tomado la delantera. Él y mi futura esposa, como si quisieran burlarse se habían ido, abandonándome a mi suerte ante una vida que nunca sería tal. Refugiándose en el olvido.
 Ojalá pudiera haber tenido tu suerte. Ojalá fuese yo quien estuviese ahí debajo, ajeno a los susurros y al mundo. Ojalá…

Me cubrí el rostro con ambas manos y, en silencio, comencé a llorar.

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