A las afueras del
pueblo era más fácil darse cuenta de que la primavera había llegado. Las ruinas
de la antigua muralla se habían cubierto de verdes enredaderas. En el
cementerio, los pájaros revoloteaban por los pequeños árboles buscando algún
lugar donde construir sus nuevos nidos. El sol pegaba muy fuerte por la tarde y
los días se iban alargando perezosamente, como un oso que se estira después de
haber dormido durante varios meses.
En el pueblo, sin
embargo, aún era invierno. El frío se paseaba a sus anchas por las calles y te
atacaba sin compasión si te encontraba, era un frío penetrante, de esos que te
devoran la carne. Tal vez por eso la gente estaba tan desolada, y por eso sus
lágrimas no acababan nunca de secarse; no encontraban calor, por ninguna parte.
Es el tiempo de la
guerra, pensé, mientras avanzaba por un camino que pasaba entre el río y el
parque, tan vacío de niños y de risas que noté una punzada de aflicción en el
pecho, inundado por buenos y malos recuerdos. Pasarán años antes de que nadie
vuelva a jugar por aquí, si es que este lugar sobrevive.
Mis pies caminaban
sin yo saber muy bien a dónde, vagando arriba y abajo como llevaban haciendo
las últimas dos semanas. Lo hacía de
forma calmada, sin prisas, pero con un pequeño deje de histeria controlada. En
el fondo creo que quería huir, escapar muy lejos de allí para no volver nunca
aunque al final siempre regresábamos a casa, a regañadientes. Una huida muy
tranquila.
Bajé los ojos a la
tierra, que parecía más seca y polvorienta que nunca. Me concentré en escuchar
algo que no fuera el sonido de mis propias pisadas pero no había nada. El
silencio lo había cubierto todo, como un pesado manto que hubiese caído sobre
nosotros. Ni en el pueblo ni en las afueras se oía nada desde hacía mucho tiempo.
Los pájaros no cantaban, los perros y gatos no se peleaban, el río bajaba
callado (pues estaba casi seco). Incluso la gente lloraba en silencio.
Seguí andando
erráticamente. Al cabo de un largo rato, levanté la vista para ver hacia dónde
me dirigía. Descubrí a pocos metros de mí la cancela del cementerio que estaba
entreabierta, como invitándome a pasar. Junto a ella un anciano caminaba aún
más despacio que yo, alejándose muy lentamente del camposanto como si le
costara abandonar el lugar, como a regañadientes. Su rostro quedaba cubierto
por una visera un poco demasiado grande y vieja como él, la cual le protegía
del sol y de las miradas compasivas de los vecinos. Tardé unos segundos en
reconocerle. Era el padre de mi prometida.
Al fin, cuando solo
medio metro nos separaba al uno del otro, nuestras miradas se cruzaron. Su
expresión era incluso más inexpresiva de lo habitual pero me pareció notar un
brillo de reconocimiento en sus ojos. Eso fue lo único. Yo incliné la cabeza en
su dirección a modo de saludo pero no podría asegurar que él se hubiera dado
cuenta del gesto. Cada día que pasaba, por lo que podía yo notar, se encerraba
más y más en sí mismo.
Entré en el
cementerio. Las mariposas bailaban sobre las lápidas, cubiertas de flores
frescas que daban un toque de color sobre el gris plomizo y blanco de las
tumbas. Los rayos del sol hacían relucir las letras de bronce que alguien había
frotado hasta sacar brillo. El ambiente era algo distinto aquí. Tal vez fuera
por las voces humanas que llegaban hasta mis oídos en forma de susurros.
Paradójicamente, el hogar de los muertos era el lugar más vivo por aquellos
tiempos.
Las familias ahora
vivían alrededor de sus tumbas. No hablaban entre ellos pero sí con sus seres
queridos, con aquellos que ya no podían escucharlos. Si pudieran, pensé con
amargura, decididamente no descansarían en paz. Bienaventurados los que ahora
están bajo tierra.
Al fin dejé de
caminar, de dar vueltas por el pacífico laberinto. De pronto estaba agotado,
cansado como nunca antes lo había estado. Me sentía como si hubiera envejecido
veinte o treinta años de golpe. Tal vez era así, de alguna manera. Me senté
sobre un trozo de lápida rota y mis rodillas lo agradecieron. Levanté la vista,
el sitio me resultaba familiar. Miré la tumba que había enfrente de mí y la
reconocí sin necesidad de leer el nombre sobre la piedra blanca: era la de mi
hermano.
Los murmullos se
habían apagado. Las mariposas no revoloteaban. La lápida de mi hermano era de
las pocas que no tenía flores. Pensé en robar alguna para tapar su fría
desnudez pero no lo hice. Pasó un buen rato en el que permanecí en silencio.
Sin embargo, mi mente no lo lograba.
-Eres un cabrón con
suerte- le dije, finalmente. Al fin y al cabo no me parecía justo. Los dos
habíamos crecido juntos, compartido tantos juegos, risas y secretos. Los dos
inseparables, los dos invencibles. Pero ahora él me había tomado la delantera.
Él y mi futura esposa, como si quisieran burlarse se habían ido, abandonándome a mi suerte ante una vida
que nunca sería tal. Refugiándose en el olvido.
Ojalá pudiera haber tenido tu suerte. Ojalá fuese yo quien
estuviese ahí debajo, ajeno a los susurros y al mundo. Ojalá…
Me cubrí el rostro con ambas manos y, en silencio, comencé a llorar.